
Mirando el campo todos los días por la ventana del bus
municipal, el cristal rayado hacía las veces de espejo y podía ver ese
colorcillo gritón del mono que usábamos todos en el colegio de esa época; era
el 95 o 96. Mis recuerdos más preciados e imborrables se acomodan a Junio y
julio de esos años mencionados, las tardes llegando a casa corriendo por toda
la vía sin pavimentar levantando el
polvo que en las lluvias se volvía barro delicioso y divertido, mis últimas
clases del día se unían nuevamente desde las ventanas vistas en la mañana hasta
esas ventanas de madera verde que dejaba ver la cancha de 24x24 que era nuestro
polideportivo de la imaginación, allí jugué futbol y microfútbol, fue mi pista de
atletismo, mi salón de baile y donde por primera vez recibí el golpe de un
balón de plástico en la cara. Ese jovencito de tez blanca era tan gordo como
los huevos azucarados que comía todos los días en el fabuloso recreo en el
patio de 4-B. Era un ritual, desenvolver el huevo del empaque transparente con
publicidad en color azul y se dedicaba a lamer y saborear la bola de dulce
blanco que mezclado con saliva proporciona a la piel y los dedos la capacidad
de permanecer pegados por horas emanando el olor palpable de la niñez con el
dulce. Recuerdo el olor de mi vómito cuando él se acercaba mucho como el día
que su pie golpeó el balón y a su vez mi cara, no atinaba a decir alguna
grosería sólo pensaba en Cesar, el rubio modelo de Bubble gummers que se sentaba
en las escaleras del auditorio principal de 5-B. Cuando abrí los ojos y corrí
al baño a limpiarme la sangre de la nariz vi venir al gordo con su huevo babeado
con sus rodillas pegaditas, lo siguiente que vi fue el vomito amarillo y café
saliendo por mi boca en el lavabo… Era una pena que mi única interacción con
Cesar se hubiese convertido en un fracaso prematuro y que mis cincuenta pasos
anteriores al jardín del largo pasillo de la adolescencia ya estuvieran
manchados por un golpe en la cara, una nariz rota y vomito en el baño.
Me quitaba un zapato en la cocina y otro en la habitación,
mi jardinera adornaba el computador de escritorio de toda la familia, ese que
la imagen era en blanco y negro. La diversión empezaba casi a las cinco de la
tarde, los dos compañeros de vida me esperaban en la reja como un par de perros fieles, en dos minutos alistaba el
mono para el siguiente día junto a los cuadernos en posición de haber hecho
tareas o repasado. Se esfumaban las reminiscencias de la tarde entre los devaneos
del árbol más alto y frondoso que he visto. Donde años después habría una casa
de madera allí arriba donde Juan, Mimí y yo pintábamos las paredes de blanco
para poder bordear los tablones con un color bello como el rojo o el amarillo.
A Juan siempre le gustó el azul sin convencerse de la tragedia que trae ese
tono inofensivo. Yo no confié en el azul.
Ese también fue el resguardo de muñecas de un sólo ojo, gatos bípedos,
conejos sucios y toda clase de hojas de diferentes tamaños, colores y sabores.
Recuerdo esas flores blancas que me entorpecían la lengua dejándome el sabor
agrio en las encías rosadas pero era insoportable la sensación después de diez
minutos, los pétalos triturados bajando por mi garganta dejando a su paso el
sabor de inframundo que por lo menos no dejaba hablar en una o dos horas… Años
después decidimos quemarlas y fumarlas.
La sensación era otra.
La roída levedad de esas tardes le brindaba al ocaso
un acto diferente al de las películas, ahí era cuando la vida se nos iba y Mimí
tomaba la existencia de un extremo para exprimirla conmigo. Casi podíamos
escuchar a nuestras madres gritar por la ventana un ‘’PARADENTRO-YA’’ Al
unísono, sin separarlo, como un escupitajo o un impulso, las dos gritaban la
palabra mágica a las siete en punto de la noche. Mientras los segundos pasaban
a paso lento en el desierto la extraordinaria imaginación de los caballos
viejos de ramas podridas, las gallinas ciegas tramposas y los cucarrones
pataleando suspendidos del suelo; eran quienes tomaban parte del aniquilamiento
diurno y por eso era mi parte favorita del día. Parece que tuviéramos un equipo
entero de fútbol con sus porristas incluidas dentro de la cabeza, cuarentaiocho
mentes dentro de una, la lluvia de ideas con colores, accidentes y risas hacían
sentir que había merecido la pena aguantar seis horas de escuela con sus veinte
niños llenos de mocos y dulces, la profesora Marilyn y su amiga Diana tan
joviales y feas pero tan buenas como las mantas y el chocolate caliente…
Aguantar también el largo camino a casa que
a veces disfrutaba en bicicleta cuando mi prima me esperaba tan puntual para
llevarme por las calles vacías y viejas, qué fatídico era el momento de
entrarme a casa o al salón de clases. La verdad es que los sitios cerrados tan
cuadriculados, los sitios de ventanas selladas con aromas pacientes y hasta
mortuorias siempre me han quitado la tranquilidad trayéndome la sensación de
desolación más íntima. Eran esos momentos los que me adentraban en el obscuro
posicionamiento de intermitencia que ha sido la lucha interna de los años
vividos. Recuerdo con efervescencia los martes en la escuela cuando teníamos la
clase más didáctica, por lo menos, hasta octavo grado fue otro recreo más
duradero y legal: Educación Física. Mi anhelo más grande en mi segundo día de
escuela en primer grado –Recuerdo tanto- fue la inmensa dicha de saber que al
día siguiente usaría la sudadera azul de la escuela, el olor de la novedad, el
polyester marino; eran las amabilidades con las que me recibían en el inicio de
mi etapa exitosa porque, sin saberlo con exactitud, mi éxito iba menguando con
los años. Cuando recién cursé Once grado conocí el término Directamente proporcional, supe ahí que mis excusas en rigor ya se justificaban con
antelación por la ciencia exacta y que nada de lo que hiciera en el instante
sería necesario para oprimir el botón de apagado con esa lección. Así nunca
funciono el colegio.
Entonces, iba yo corriendo delante de un ganso blanco
que me perseguía con sus dientes de hielo, más o menos siete u ocho gansos
salvajes dormían en mi jardín y en las mañanas cuando salía a esperar la ruta y
sobre todo a encontrarme con los ojos verdes de Camilo, los gansos me echaban
un vistazo alzando su cuello elástico y abriendo su boca mortífera, pasaban
unos segundos y volvían a enroscar la manguera de piel y plumas entre las
costillas para guardarla finalmente debajo de un ala, tenía dos teorías para
explicar el apacible gesto mañanero con el que siempre me saludaron sabiendo
que eran irremediablemente imposibles de relacionar con otros animales o
humanos; la primera obedece plenamente al horario en el que duerme un ganso
porque la noche es usada para caminar, comer chizas y caracoles, Adoraban la
lluvia. Los gansos dormían más de día que de noche, supuse yo con mis diez años
floreciendo, que, hasta las cinco de la mañana (hora en la que salía a esperar
la ruta) ellos disponían a dormirse con el pasto helado en el pecho sintiendo
el rocío blanco sobre las frentes y los picos, sencillamente estaban agotados, querían
descansar. Mi segunda teoría o por lo menos la que me hacía sentir especial consistía
en que yo decididamente me acercaba a la puerta grande de la casa pensando que
sentían algún tipo de conexión amigable conmigo a esa hora de la mañana porque
yo lucía fresca y radiante. A Juan lo picaron varias veces y él gozoso nos
exhibía las heridas hechas cicatriz, había una particularmente bonita cerca a
la rodilla que años después intervinieron quirúrgicamente a causa de un partido
de fútbol, una escalada en árboles cerca al carrito de piedra y un accidente
ocasionado por Mimi y yo en las escaleras; la cicatriz era como el techo de una
casa o más bien, un hogar. Triangular. Cuando Juan cumplió quince, con su
cirugía la cicatriz se convirtió en una fina letra ‘’A’’, la chuzaba con mis dedos para saber si le dolía para conocer
la verdad de esa letra dada al azar decía Juan o a no portarse bien decía la
mamá de Juan. Hoy viene a mi memoria la sensación viva acompañada del olor
profundo de las tardes después del almuerzo o más bien durante las tres o
cuatro cucharadas de arroz y el jugo de guayaba que devoraba como un perro
hambriento, esto era sobre todo en las vacaciones… ¡Enero y Julio añorados!...
No podía, ni siquiera, digerir la comida. Mi mente era una agencia de vacaciones
llena de neuronas creativas. Miraba por la ventana para ver llegar a mis
compañeros; Uno con la pantaloneta hasta la rodilla, las mismas medias blancas
del día anterior ahora de color café y una camiseta con algún personaje de la
televisión apta para niños, la otra, quien se vestía como yo, llevaba falda de
colores como naranja, verde o amarillo, una camiseta de otro color extraño y
las moñas más grandes y extravagantes que encontraba. La sensación salta de la
alegría a la efusividad para toparse con la melancolía porque luego cuando Juan
se enfadaba porque lo obligábamos a jugar como niña nos ambientaba mágicamente
las estrofas de The Cat in the hat (Violentamente dulces). Muy fastuosas y peligrosas
eran las invitaciones que venían frente a cada uno de nosotros como cuando
cursaba quinto grado y empezaban las hormonas a destaparse la boca para
reconocer el sitio en el que estaban, eran impertinentes, escandalosas,
confusas… Era la puerta que jamás quise cruzar, tenía miedo cuando uno de mis
gordos y poco agraciados compañeros tocaba accidentalmente mi mano al
intercambiar un lápiz o algún color, la sensación era bizarra; un sacudón por
la mano entera desde los dedos que empezaban a paralizarse –Y yo que pensaba
que eso sólo sucedía con el enamoramiento- O por lo menos, eso veía en las
novelas con mi madre. No, a mí me sucedía con todo aquel que me tocase. Cuando
entré a la secundaria todo empeoró porque mi vasta experiencia de diez años me
alcanzaba cientos de veces para explicarle a mis compañeros como curarle el ala
a una paloma anticipando su recuperación en casa por unos días y luego estaría
lista para recorrer los cielos o también podía contarles en todos los recreos
como hacíamos con Mimi unos pasteles de arena con agua que se convertían en la
revolución culinaria ‘’New age`` con las flores de colores amigables que
adornaban su cubierta. Mi territorio era el campo, los perros y las lombrices,
los pies malolientes, los
dinovos de fresa, las arañas, las frutas que bajábamos de los árboles, los descubrimientos
bajo la tierra, las tardes de sol, las quemaduras en la piel, las piscinas
verdes para gansos, las onces a las cuatro de la tarde en la mesa del té, las
escondidas, los congelados, los partidos de futbol que nadie terminaba, las
noches sentada en la cama de mi padre pintando o dibujando, las sencillas
fiestas de cumpleaños con los mismos tres invitados de todos los años excepto
por mi cumpleaños número siete donde usé el vestido rojo de terciopelo más
hermoso que han vestido mis brazos, ese cumpleaños donde se fue la luz y todos
huyeron sin dejar regalos… Mi territorio estaba infestado de maleza que
recortaba en mis vacaciones con las manos y las palas para niños, las flores
que sembrábamos para que días después los perros echaran encima su osamenta. Definitivamente
en sexto grado, los chicos no comían huevos de dulce o fanfarroneaban en clase
de inglés, eran la versión del averno y yo debía estar allí para soportarlo
porque era mi deseo estar justamente en esa clase, de ese colegio, de ese
pueblo. Ni siquiera imaginaba que mis diez años con tanta aventura encima eran
solamente los suspiros antes del bostezo.
Eso me hacía pensar que por más que amara la
naturaleza no podría vivir dentro de ella en el camino que se asentaba desde
mis once años. Abril, mi cumpleaños, diferente a los demás: una tarde en casa,
mis padres trabajaban y las iluminaciones monstruosas eran parte de los rayos y
relámpagos que revivían al día casi muerto. Venían los aires de Nothing’s impossible, yo debía aplacar todos mis
demonios y recorrer con ardor dominical todos estos días nauseabundos de
colegio. Las hormonas cada vez se ponían más difíciles como si ellas fuesen las
dueñas de mis treintaicuatro compañeros… Aún los recuerdo, enseñándome nuevos
términos, dejando en el pupitre de madera mis lecciones de curar aves. ¿Dónde
habían nacido todos esos animales con aspecto de humano o donde había nacido
yo? Estaba terriblemente confundida.
La empatía se personificaba con los días, las clases,
los nuevos maestros; estaba enamorada de ese colegio, pero claro, el
enamoramiento me duró unos meses o un año. Todo empeoró cuando empecé a ver a
Rousseau hasta en la cuchara de la sopa. Yo tenía una pantalla marcada en la
frente que únicamente receptaba –Corromper, corromper, corromper- Y depende del
punto planteado es malo o bueno. Yo no lo veía de ninguna forma, solamente
estaba dispuesta a corromper y dejarme corromper. Empecé a detestar a mi
maestra de Matemáticas a quien Pitágoras le sirvió para rediseñar y calcular la
nueva cirugía de estiramiento facial y Tales le colaboraba de vez en mes con su
irregular feminidad (Si
tres son más paralelas, si tres son más parale-le-le-las, son cortadas, son
cortadas por dos transversales… Tales Tales de Mileto) Yo
llevaba mis audífonos a la clase numérico-irracional porque ya no era tan dulce
y obediente como antes era más bien una especie de máquina de monta carga; me
tragaba la basura verbal de los burros
de mono azul y después estaba preparada para desaprobar con mis ojos negros a
la maestra idiota de cabello rubio (No generalizo) y sus reflexiones que no me
hacían justicia. Ahí empecé mi mala relación con las matemáticas, la religión,
la ética y mis compañeros de salón.
¿Qué había sucedido con los
años de dicha y todo lo bonito que amaba de la vida? Las preguntas no se hacía
esperar pero las respuestas se atascaban en las cercas de púas que separaban la
niñez y la adolescencia, yo esperaba la tenue brizna de las tardes en casa pero
estaba gastando más tiempo en añoranzas y en este punto ya no se valía
imprimirle al tiempo tanto sentimiento. El arte allí se limitaba a las cubetas
de huevos pintados de colores, al aserrín con piojos en clase de ciencias… No
había nada más. Los adultos me miraban taciturna pero fuerte, si bien la
alegría menguaba la vida se empecinaba en abrirse camino así fuese a las seis
de la tarde sin cucarrones ni gritos de las madres, yo no quería esa vida ya.
Pero no era mi decisión.
Nunca fue mi decisión.
La negrura de la noche se
apoderaba de esos cuartos blancos con sus piezas de fieltro que de día parecían
mástiles, Mimi ya no era Mimi, Juan ya no era Juan y yo no sabía ni siquiera en
qué sitio estaba, las extrañezas de los días crecían con sus largos brazos
esqueléticos que no arrullan pero desnudan la mente sin liberarla haciéndole un
hueco a la memoria que va desde mis primeros pasos hasta el suicidio. Eso
sucedería unas décadas más tarde.
Por ahora eso era lo que
tenía; Una maestra de nombre ridículo cantando estrofas de panela para la
cabeza que efectivamente jamás olvidé, compañeros raros que no quería conocer y
debía aguantar las tardes después del colegio en casa de alguno de ellos
haciendo carteleras o tareas grupales para no caer… Para no caer. Años después
estas tareas colectivas en la comodidad de una casa y ojalá fuese sin madre
abordo más bien con madre trabajadora de jornada larga, se convirtieron esas
tardes acompañadas con un vino o unas agüitas anisadas en lo que de verdad
sería la excusa perfecta para I wanna live i wanna love but is the long hard road
out of hell.